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Extracto del capítulo VII

El nuevo coronavirus es tan malo, que resulta preciso inyectarnos sustancias cuya composición ignoramos —tanto civiles rasos como médicos especializados— y cuyas pruebas de seguridad fueron hechas a las apuradas. Ante cualquier reacción alérgica o cuadro de intoxicación, no tendríamos manera de saber a qué cuernos nuestro cuerpo está reaccionando. Si la inyección llegara eventualmente a provocar efectos adversos, los laboratorios no se someterían a la legislación Argentina ni se harían cargo de pagar indemnizaciones, sino que éstas serían costeadas por nuestros fondos públicos. Y si, entre tan nebuloso desodorante de ambiente mediático, algunas letras chicas nos huelen a podrido, el problema hemos de ser nosotros, de modo que pasaremos a ser inmediatamente catalogados como antivacunas, teóricos de la conspiración, o algún otro vituperio arrojadizo de moda. Pues que los prestigiosos laboratorios manifiesten no confiar en sus propias vacunas es comprensible, pero que un ciudadano cualquiera adhiera a esa desconfianza es sencillamente imperdonable. Dicho de otro modo, una vez más hallamos relucientes perlas pandémicas que muy torpemente encajan con el pegamento publicitario oficial de la “salud pública” y la protección de la población mediante medidas dictatoriales, en tanto, por el contrario, resultan fácilmente enhebrables con el hilo de las intenciones de siempre de la oligarquía corporativista internacional.

Aníbal Domínguez: Pantomidemia - Imposición de una Nueva SubNormalidad mediante la Moralidad de la Obediencia. Marzo 2021, páginas 101-102.